Manifiesto del Partido Comunista
Digitalizado para el Marx-Engels Internet Archive por José F.
Polanco en 1998. Retranscrito para el Marxists Internet Archive por Juan R.
Fajardo en 1999.
PRÓLOGOS DE MARX Y ENGELS A VARIAS
EDICIONES DEL MANIFIESTO
1
PRÓLOGO DE MARX Y ENGELS A LA
EDICIÓN ALEMANA DE 1872
La Liga Comunista, una
organización obrera internacional, que en las circunstancias de la época
-huelga decirlo- sólo podía ser secreta, encargó a los abajo firmantes, en el
congreso celebrado en Londres en noviembre de 1847, la redacción de un
detallado programa teórico y práctico, destinado a la publicidad, que sirviese
de programa del partido. Así nació el
Manifiesto, que se reproduce a continuación y cuyo original se remitió a
Londres para ser impreso pocas semanas antes de estallar la revolución de
febrero. Publicado primeramente en
alemán, ha sido reeditado doce veces por los menos en ese idioma en Alemania,
Inglaterra y Norteamérica. La edición
inglesa no vio la luz hasta 1850, y se publicó en el Red Republican de Londres,
traducido por miss Elena Macfarlane, y en 1871 se editaron en Norteamérica no
menos de tres traducciones distintas. La versión francesa apareció por vez primera
en París poco antes de la insurrección de junio de 1848; últimamente ha vuelto
a publicarse en Le Socialiste de Nueva York, y se prepara una nueva
traducción. La versión polaca apareció
en Londres poco después de la primera edición alemana. La traducción rusa vio la luz en Ginebra en
el año sesenta y tantos. Al danés se tradujo a poco de publicarse.
Por mucho que durante
los últimos veinticinco años hayan cambiado las circunstancias, los principios
generales desarrollados en este Manifiesto siguen siendo substancialmente
exactos. Sólo tendría que retocarse algún que otro detalle. Ya el propio
Manifiesto advierte que la aplicación práctica de estos principios dependerá en
todas partes y en todo tiempo de las circunstancias históricas existentes, razón
por la que no se hace especial hincapié en las medidas revolucionarias
propuestas al final del capítulo II. Si tuviésemos que formularlo hoy, este
pasaje presentaría un tenor distinto en muchos respectos. Este programa ha
quedado a trozos anticuado por efecto del inmenso desarrollo experimentado por
la gran industria en los últimos veinticinco años, con los consiguientes
progresos ocurridos en cuanto a la organización política de la clase obrera, y
por el efecto de las experiencias prácticas de la revolución de febrero en
primer término, y sobre todo de la Comuna de París, donde el proletariado, por
vez primera, tuvo el Poder político en sus manos por espacio de dos meses. La
comuna ha demostrado, principalmente, que “la clase obrera no puede limitarse a
tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para
sus propios fines”. (V. La guerra civil en Francia, alocución del Consejo
general de la Asociación Obrera Internacional, edición alemana, pág. 51, donde
se desarrolla ampliamente esta idea) . Huelga, asimismo, decir que la crítica
de la literatura socialista presenta hoy lagunas, ya que sólo llega hasta 1847,
y, finalmente, que las indicaciones que se hacen acerca de la actitud de los
comunistas para con los diversos partidos de la oposición (capítulo IV), aunque
sigan siendo exactas en sus líneas generales, están también anticuadas en lo
que toca al detalle, por la sencilla razón de que la situación política ha
cambiado radicalmente y el progreso histórico ha venido a eliminar del mundo a
la mayoría de los partidos enumerados.
Sin embargo, el Manifiesto es un documento histórico, que
nosotros no nos creemos ya autorizados a modificar. Tal vez una edición posterior aparezca
precedida de una introducción que abarque el período que va desde 1847 hasta
los tiempos actuales; la presente reimpresión nos ha sorprendido sin dejarnos
tiempo para eso.
Londres, 24 de junio de 1872.
K. MARX. F. ENGELS.
2
PROLOGO DE ENGELS A LA EDICION
ALEMANA DE 1883
Desgraciadamente, al pie de este prólogo a la nueva edición
del Manifiesto ya sólo aparecerá mi firma.
Marx, ese hombre a quien la clase obrera toda de Europa y América debe
más que a hombre alguno, descansa en el cementerio de Highgate, y sobre su
tumba crece ya la primera hierba. Muerto
él, sería doblemente absurdo pensar en revisar ni en ampliar el
Manifiesto. En cambio, me creo obligado,
ahora más que nunca, a consignar aquí, una vez más, para que quede bien
patente, la siguiente afirmación:
La idea central que inspira todo el Manifiesto, a saber: que
el régimen económico de la producción y la estructuración social que de él se
deriva necesariamente en cada época histórica constituye la base sobre la cual
se asienta la historia política e intelectual de esa época, y que, por tanto,
toda la historia de la sociedad -una vez disuelto el primitivo régimen de
comunidad del suelo- es una historia de luchas de clases, de luchas entre
clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, a tono con las diferentes
fases del proceso social, hasta llegar a la fase presente, en que la clase
explotada y oprimida -el proletariado- no puede ya emanciparse de la clase que
la explota y la oprime -de la burguesía- sin emancipar para siempre a la
sociedad entera de la opresión, la explotación y las luchas de clases; esta
idea cardinal fue fruto personal y exclusivo de Marx .
Y aunque ya no es la primera vez que lo hago constar, me ha
parecido oportuno dejarlo estampado aquí, a la cabeza del Manifiesto.
Londres, 28 junio 1883.
F. ENGELS.
3
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN ALEMANA DE 1890
Ve la luz una nueva edición alemana del Manifiesto cuando han
ocurrido desde la última diversos sucesos relacionados con este documento que
merecen ser mencionados aquí.
En 1882 se publicó en Ginebra una segunda traducción rusa, de
Vera Sasulich , precedida de un prologo de Marx y mío. Desgraciadamente, se me ha extraviado el
original alemán de este prólogo y no tengo más remedio que volver a traducirlo
del ruso, con lo que el lector no saldrá ganando nada. El prólogo dice así:
“La primera edición rusa del Manifiesto del Partido Comunista,
traducido por Bakunin, vio la luz poco después de 1860 en la imprenta del
Kolokol. En los tiempos que corrían,
esta publicación no podía tener para Rusia, a lo sumo, más que un puro valor
literario de curiosidad. Hoy las cosas
han cambiado. El último capítulo del
Manifiesto, titulado “Actitud de los comunistas ante los otros partidos de la
oposición”, demuestra mejor que nada lo limitada que era la zona en que, al ver
la luz por vez primera este documento (enero de 1848), tenía que actuar el
movimiento proletario. En esa zona
faltaban, principalmente, dos países: Rusia y los Estados Unidos. Era la época en que Rusia constituía la
última reserva magna de la reacción europea y en que la emigración a los
Estados Unidos absorbía las energías sobrantes del proletariado de Europa. Ambos países proveían a Europa de primeras
materias, a la par que le brindaban mercados para sus productos
industriales. Ambos venían a ser, pues,
bajo uno u otro aspecto, pilares del orden social europeo.
Hoy las cosas han cambiado radicalmente. La emigración europea sirvió precisamente
para imprimir ese gigantesco desarrollo a la agricultura norteamericana, cuya
concurrencia está minando los cimientos de la grande y la pequeña propiedad
inmueble de Europa. Además, ha permitido
a los Estados Unidos entregarse a la explotación de sus copiosas fuentes
industriales con tal energía y en proporciones tales, que dentro de poco echará
por tierra el monopolio industrial de que hoy disfruta la Europa occidental. Estas dos circunstancias repercuten a su vez
revolucionariamente sobre la propia América.
La pequeña y mediana propiedad del granjero que trabaja su propia tierra
sucumbe progresivamente ante la concurrencia de las grandes explotaciones, a la
par que en las regiones industriales empieza a formarse un copioso proletariado
y una fabulosa concentración de capitales.
Pasemos ahora a Rusia. Durante la sacudida revolucionaria de
los años 48 y 49, los monarcas europeos, y no sólo los monarcas, sino también
los burgueses, aterrados ante el empuje del proletariado, que empezaba a,
cobrar por aquel entonces conciencia de su fuerza, cifraban en la intervención
rusa todas sus esperanzas. El zar fue
proclamado cabeza de la reacción europea.
Hoy, este mismo zar se ve apresado en Gatchina como rehén de la
revolución y Rusia forma la avanzada del movimiento revolucionario de Europa.
El Manifiesto Comunista se proponía por misión proclamar la
desaparición inminente e inevitable de la propiedad burguesa en su estado
actual. Pero en Rusia nos encontramos
con que, coincidiendo con el orden capitalista en febril desarrollo y la
propiedad burguesa del suelo que empieza a formarse, más de la mitad de la
tierra es propiedad común de los campesinos.
Ahora bien -nos preguntamos-, ¿puede este régimen comunal del
concejo ruso, que es ya, sin duda, una degeneración del régimen de comunidad
primitiva de la tierra, trocarse directamente en una forma más alta de
comunismo del suelo, o tendrá que pasar necesariamente por el mismo proceso
previo de descomposición que nos revela la historia del occidente de Europa?
La única contestación que, hoy por hoy, cabe dar a esa
pregunta, es la siguiente: Si la revolución rusa es la señal para la revolución
obrera de Occidente y ambas se completan formando una unidad, podría ocurrir
que ese régimen comunal ruso fuese el punto de partida para la implantación de
una nueva forma comunista de la tierra.
Londres, 21 enero 1882.”
Por aquellos mismos días, se publicó en Ginebra una nueva
traducción polaca con este título: Manifest Kommunistyczny.
Asimismo, ha aparecido una nueva traducción danesa, en la
“Socialdemokratisk Bibliothek, Köjbenhavn 1885”. Es de lamentar que esta
traducción sea incompleta; el traductor se saltó, por lo visto, aquellos
pasajes, importantes muchos de ellos, que le parecieron difíciles; además, la
versión adolece de precipitaciones en una serie de lugares, y es una lástima,
pues se ve que, con un poco más de cuidado, su autor habría realizado un
trabajo excelente.
En 1886 apareció en Le
Socialiste de París una nueva traducción francesa, la mejor de cuantas han
visto la luz hasta ahora .
Sobre ella se hizo en
el mismo año una versión española, publicada primero en El Socialista de Madrid
y luego, en tirada aparte, con este título: Manifiesto del Partido Comunista,
por Carlos Marx y F. Engels (Madrid, Administración de El Socialista, Hernán
Cortés, 8).
Como detalle curioso
contaré que en 1887 fue ofrecido a un editor de Constantinopla el original de
una traducción armenia; pero el buen editor no se atrevió a lanzar un folleto
con el nombre de Marx a la cabeza y propuso al traductor publicarlo como obra original
suya, a lo que éste se negó.
Después de haberse
reimpreso repetidas veces varias traducciones norteamericanas más o menos
incorrectas, al fin, en 1888, apareció en Inglaterra la primera versión
auténtica, hecha por mi amigo Samuel Moore y revisada por él y por mí antes de
darla a las prensas. He aquí
el título: Manifesto of the Communist Party, by Karl Marx and Frederick Engels.
Authorised English Translation, edited and annotated by Frederíck Engels. 1888.
London, William Reeves, 185 Flett St. E. C. Algunas de las notas de esta
edición acompañan a la presente.
El Manifiesto ha tenido sus
vicisitudes. Calurosamente acogido a su aparición por la vanguardia, entonces
poco numerosa, del socialismo científico -como lo demuestran las diversas
traducciones mencionadas en el primer prólogo-, no tardó en pasar a segundo
plano, arrinconado por la reacción que se inicia con la derrota de los obreros
parisienses en junio de 1848 y anatematizado, por último, con el anatema de la
justicia al ser condenados los comunistas por el tribunal de Colonia en
noviembre de 1852. Al abandonar la
escena Pública, el movimiento obrero que la revolución de febrero había
iniciado, queda también envuelto en la penumbra el Manifiesto.
Cuando la clase obrera europea volvió a sentirse lo bastante
fuerte para lanzarse de nuevo al asalto contra las clases gobernantes, nació la
Asociación Obrera Internacional. El fin
de esta organización era fundir todas las masas obreras militantes de Europa y
América en un gran cuerpo de ejército.
Por eso, este movimiento no podía arrancar de los principios sentados en
el Manifiesto. No había más remedio que
darle un programa que no cerrase el paso a las tradeuniones inglesas, a los
proudhonianos franceses, belgas, italianos y españoles ni a los partidarios de
Lassalle en Alemania . Este programa con las normas directivas para los
estatutos de la Internacional, fue redactado por Marx con una maestría que
hasta el propio Bakunin y los anarquistas hubieron de reconocer. En cuanto al triunfo final de las tesis del
Manifiesto, Marx ponía toda su confianza en el desarrollo intelectual de la
clase obrera, fruto obligado de la acción conjunta y de la discusión. Los sucesos y vicisitudes de la lucha contra
el capital, y más aún las derrotas que las victorias, no podían menos de
revelar al proletariado militante, en toda su desnudez, la insuficiencia de los
remedios milagreros que venían empleando e infundir a sus cabezas una mayor
claridad de visión para penetrar en las verdaderas condiciones que habían de
presidir la emancipación obrera. Marx no
se equivocaba. Cuando en 1874 se
disolvió la Internacional, la clase obrera difería radicalmente de aquella con
que se encontrara al fundarse en 1864.
En los países latinos, el proudhonianismo agonizaba, como en Alemania lo
que había de específico en el partido de Lassalle, y hasta las mismas
tradeuniones inglesas, conservadoras hasta la médula, cambiaban de espíritu,
permitiendo al presidente de su congreso, celebrado en Swansea en 1887, decir
en nombre suyo: “El socialismo continental ya no nos asusta”. Y en 1887 el
socialismo continental se cifraba casi en los principios proclamados por el
Manifiesto. La historia de este documento refleja, pues, hasta cierto punto, la
historia moderna del movimiento obrero desde 1848. En la actualidad es
indudablemente el documento más extendido e internacional de toda la literatura
socialista del mundo, el programa que une a muchos millones de trabajadores de
todos los países, desde Siberia hasta California.
Y, sin embargo, cuando
este Manifiesto vio la luz, no pudimos bautizarlo de Manifiesto socialista. En
1847, el concepto de “socialista” abarcaba dos categorías de personas. Unas
eran las que abrazaban diversos sistemas utópicos, y entre ellas se destacaban
los owenistas en Inglaterra, y en Francia los fourieristas, que poco a poco
habían ido quedando reducidos a dos sectas agonizantes. En la otra formaban los
charlatanes sociales de toda laya, los que aspiraban a remediar las injusticias
de la sociedad con sus potingues mágicos y con toda serie de remiendos, sin
tocar en lo más mínimo, claro está, al capital ni a la ganancia. Gentes unas y otras ajenas al movimiento
obrero, que iban a buscar apoyo para sus teorías a las clases “cultas”. El sector obrero que, convencido de la
insuficiencia y superficialidad de las meras conmociones políticas, reclamaba
una radical transformación de la sociedad, se apellidaba comunista. Era un comunismo toscamente delineado,
instintivo, vago, pero lo bastante pujante para engendrar dos sistemas
utópicos: el del “ícaro” Cabet en Francia y el de Weitling en Alemania. En 1847, el “socialismo” designaba un
movimiento burgués, el “comunismo” un movimiento obrero. El socialismo era, a lo menos en el
continente, una doctrina presentable en los salones; el comunismo, todo lo
contrario. Y como en nosotros era ya
entonces firme la convicción de que “la emancipación de los trabajadores sólo
podía ser obra de la propia clase obrera”, no podíamos dudar en la elección de
título. Más tarde no se nos pasó nunca
por las mentes tampoco modificarlo.
“¡Proletarios de todos los países, uníos!” Cuando hace
cuarenta y dos años lanzamos al mundo estas palabras, en vísperas de la primera
revolución de París, en que el proletariado levantó ya sus propias reivindicaciones,
fueron muy pocas las voces que contestaron.
Pero el 28 de septiembre de 1864, los representantes proletarios de la
mayoría de los países del occidente de Europa se reunían para formar la
Asociación Obrera Internacional, de tan glorioso recuerdo. Y aunque la Internacional sólo tuviese nueve
años de vida, el lazo perenne de unión entre los proletarios de todos los
países sigue viviendo con más fuerza que nunca; así lo atestigua, con
testimonio irrefutable, el día de hoy.
Hoy, primero de Mayo, el proletariado europeo y americano pasa revista
por vez primera a sus contingentes puestos en pie de guerra como un ejército
único, unido bajo una sola bandera y concentrado en un objetivo: la jornada
normal de ocho horas, que ya proclamara la Internacional en el congreso de
Ginebra en 1889, y que es menester elevar a ley. El espectáculo del día de hoy abrirá los ojos
a los capitalistas y a los grandes terratenientes de todos los países y les
hará ver que la unión de los proletarios del mundo es ya un hecho.
¡Ya Marx no vive, para verlo, a mi lado!
Londres, 1 de mayo de 1890.
F. ENGELS.
4
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN POLACA DE 1892
La necesidad de reeditar la versión polaca del Manifiesto
Comunista, requiere un comentario.
Ante todo, el Manifiesto ha resultado ser, como se proponía,
un medio para poner de relieve el desarrollo de la gran industria en Europa.
Cuando en un país, cualquiera que él sea, se desarrolla la gran industria brota
al mismo tiempo entre los obreros industriales el deseo de explicarse sus
relaciones como clase, como la clase de los que viven del trabajo, con la clase
de los que viven de la propiedad. En
estas circunstancias, las ideas socialistas se extienden entre los trabajadores
y crece la demanda del Manifiesto Comunista.
En este sentido, el número de ejemplares del Manifiesto que circulan en
un idioma dado nos permite apreciar bastante aproximadamente no sólo las
condiciones del movimiento obrero de clase en ese país, sino también el grado
de desarrollo alcanzado en él por la gran industria.
La necesidad de hacer una nueva edición en lengua polaca
acusa, por tanto, el continuo proceso de expansión de la industria en
Polonia. No puede caber duda acerca de
la importancia de este proceso en el transcurso de los diez años que han
mediado desde la aparición de la edición anterior. Polonia se ha convertido en una región
industrial en gran escala bajo la égida del Estado ruso.
Mientras que en la Rusia propiamente dicha la gran industria
sólo se ha ido manifestando esporádicamente (en las costas del golfo de
Finlandia, en las provincias centrales de Moscú y Vladimiro, a lo largo de las
costas del mar Negro y del mar de Azov), la industria polaca se ha concentrado
dentro de los confines de un área limitada, experimentando a la par las
ventajas y los inconvenientes de su situación.
Estas ventajas no pasan inadvertidas para los fabricantes rusos; por eso
alzan el grito pidiendo aranceles protectores contra las mercancías polacas, a
despecho de su ardiente anhelo de rusificación de Polonia. Los inconvenientes (que tocan por igual los
industriales polacos y el Gobierno ruso) consisten en la rápida difusión de las
ideas socialistas entre los obreros polacos y en una demanda sin precedente del
Manifiesto Comunista.
El rápido desarrollo de la industria polaca (que deja atrás
con mucho a la de Rusia) es una clara prueba de las energías vitales
inextinguibles del pueblo polaco y una nueva garantía de su futuro
renacimiento. La creación de una Polonia fuerte e independiente no interesa
sólo al pueblo polaco, sino a todos y cada uno de nosotros. Sólo podrá establecerse una estrecha
colaboración entre los obreros todos de Europa si en cada país el pueblo es
dueño dentro de su propia casa. Las
revoluciones de 1848 que, aunque reñidas bajo la bandera del proletariado,
solamente llevaron a los obreros a la lucha para sacar las castañas del fuego a
la burguesía, acabaron por imponer, tomando por instrumento a Napoleón y a
Bismarck (a los enemigos de la revolución), la independencia de Italia,
Alemania y Hungría. En cambio, a
Polonia, que en 1791 hizo por la causa revolucionaria más que estos tres países
juntos, se la dejó sola cuando en 1863 tuvo que enfrentarse con el poder diez
veces más fuerte de Rusia.
La nobleza polaca ha sido incapaz para mantener, y lo será también
para restaurar, la independencia de Polonia. La burguesía va sintiéndose cada
vez menos interesada en este asunto. La
independencia polaca sólo podrá ser conquistada por el proletariado joven, en
cuyas manos está la realización de esa esperanza. He ahí por qué los obreros del occidente de
Europa no están menos interesados en la liberación de Polonia que los obreros
polacos mismos.
Londres, 10 de febrero 1892.
F. ENGELS
5
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN ITALIANA DE 1893
La publicación del Manifiesto del Partido Comunista coincidió
(si puedo expresarme así), con el momento en que estallaban las revoluciones de
Milán y de Berlín, dos revoluciones que eran el alzamiento de dos pueblos: uno
enclavado en el corazón del continente europeo y el otro tendido en las costas
del mar Mediterráneo. Hasta ese momento,
estos dos pueblos, desgarrados por luchas intestinas y guerras civiles, habían
sido presa fácil de opresores extranjeros.
Y del mismo modo que Italia estaba sujeta al dominio del emperador de
Austria, Alemania vivía, aunque esta sujeción fuese menos patente, bajo el yugo
del zar de todas las Rusias. La
revolución del 18 de marzo emancipó a Italia y Alemania al mismo tiempo de este
vergonzoso estado de cosas. Si después,
durante el período que va de 1848 a 1871, estas dos grandes naciones
permitieron que la vieja situación fuese restaurada, haciendo hasta cierto
punto de “traidores de sí mismas”, se debió (como dijo Marx) a que los mismos
que habían inspirado la revolución de 1848 se convirtieron, a despecho suyo, en
sus verdugos.
La revolución fue en todas partes obra de las clases
trabajadoras: fueron los obreros quienes levantaron las barricadas y dieron sus
vidas luchando por la causa. Sin
embargo, solamente los obreros de París, después de derribar el Gobierno,
tenían la firme y decidida intención de derribar con él a todo el régimen
burgués. Pero, aunque abrigaban una
conciencia muy clara del antagonismo irreductible que se alzaba entre su propia
clase y la burguesía, el desarrollo económico del país y el desarrollo
intelectual de las masas obreras francesas no habían alcanzado todavía el nivel
necesario para que pudiese triunfar una revolución socialista. Por eso, a la postre, los frutos de la
revolución cayeron en el regazo de la clase capitalista. En otros países, como en Italia, Austria y
Alemania, los obreros se limitaron desde el primer momento de la revolución a
ayudar a la burguesía a tomar el Poder.
En cada uno de estos países el gobierno de la burguesía sólo podía
triunfar bajo la condición de la independencia nacional. Así se explica que las revoluciones del año
1848 condujesen inevitablemente a la unificación de los pueblos dentro de las
fronteras nacionales y a su emancipación del yugo extranjero, condiciones que,
hasta allí, no habían disfrutado. Estas
condiciones son hoy realidad en Italia, en Alemania y en Hungría. Y a estos países seguirá Polonia cuando la
hora llegue.
Aunque las revoluciones de 1848 no tenían carácter socialista,
prepararon, sin embargo, el terreno para el advenimiento de la revolución del
socialismo. Gracias al poderoso impulso que estas revoluciones imprimieron a la
gran producción en todos los países, la sociedad burguesa ha ido creando
durante los últimos cuarenta y cinco años un vasto, unido y potente
proletariado, engendrando con él (como dice el Manifiesto Comunista) a sus
propios enterradores. La unificación
internacional del proletariado no hubiera sido posible, ni la colaboración
sobria y deliberada de estos países en el logro de fines generales, si antes no
hubiesen conquistado la unidad y la independencia nacionales, si hubiesen
seguido manteniéndose dentro del aislamiento.
Intentemos representarnos, si podemos, el papel que hubieran
hecho los obreros italianos, húngaros, alemanes, polacos y rusos luchando por
su unión internacional bajo las condiciones políticas que prevalecían hacia el
año 1848.
Las batallas reñidas en el 48 no fueron, pues, reñidas en
balde. Ni han sido vividos tampoco en balde los cuarenta y cinco años que nos
separan de la época revolucionaria. Los
frutos de aquellos días empiezan a madurar, y hago votos porque la publicación
de esta traducción italiana del Manifiesto sea heraldo del triunfo del
proletariado italiano, como la publicación del texto primitivo lo fue de la
revolución internacional.
El Manifiesto rinde el debido homenaje a los servicios
revolucionarios prestados en otro tiempo por el capitalismo. Italia fue la primera nación que se convirtió
en país capitalista. El ocaso de la Edad
Media feudal y la aurora de la época capitalista contemporánea vieron aparecer
en escena una figura gigantesca. Dante fue al mismo tiempo el último poeta de
la Edad Media y el primer poeta de la nueva era. Hoy, como en 1300, se alza en el horizonte
una nueva época. ¿Dará Italia al mundo otro Dante, capaz de cantar el
nacimiento de la nueva era, de la era proletaria?
Londres, 1 de febrero de 1893.
F. ENGELS
Manifiesto del Partido Comunista
Por
K. Marx & F. Engels
Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo.
Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la
vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y
los polizontes alemanes.
No hay un solo partido de oposición a quien los adversarios
gobernantes no motejen de comunista, ni un solo partido de oposición que no
lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, lo mismo que a los enemigos
reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunismo.
De este hecho se desprenden dos consecuencias:
La primera es que el comunismo se halla ya reconocido como una
potencia por todas las potencias europeas.
La segunda, que es ya hora de que los comunistas expresen a la
luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones,
saliendo así al paso de esa leyenda del espectro comunista con un manifiesto de
su partido.
Con este fin se han congregado en Londres los representantes comunistas de diferentes
países y redactado el siguiente Manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa,
francesa, alemana, italiana, flamenca y danesa.
I
BURGUESES Y PROLETARIOS
Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad ,
es una historia de luchas de clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de
la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a
frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y
otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la
transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de
ambas clases beligerantes.
En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad
dividida casi por doquier en una serie de estamentos , dentro de cada uno de
los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de grados y
posiciones. En la Roma antigua son los
patricios, los équites, los plebeyos, los esclavos; en la Edad Media, los
señores feudales, los vasallos, los maestros y los oficiales de los gremios,
los siervos de la gleba, y dentro de cada una de esas clases todavía nos
encontramos con nuevos matices y gradaciones.
La moderna sociedad burguesa que se alza sobre las ruinas de
la sociedad feudal no ha abolido los antagonismos de clase. Lo que ha hecho ha sido crear nuevas clases,
nuevas condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha, que han venido a
sustituir a las antiguas.
Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía, se
caracteriza por haber simplificado estos antagonismos de clase. Hoy, toda la sociedad tiende a separarse,
cada vez más abiertamente, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes
clases antagónicas: la burguesía y el proletariado.
De los siervos de la gleba de la Edad Media surgieron los
“villanos” de las primeras ciudades; y estos villanos fueron el germen de donde
brotaron los primeros elementos de la burguesía.
El descubrimiento de América, la circunnavegación de Africa
abrieron nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la burguesía. El mercado de China y de las Indias
orientales, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el
incremento de los medios de cambio y de las mercaderías en general, dieron al
comercio, a la navegación, a la industria, un empuje jamás conocido, atizando
con ello el elemento revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad
feudal en descomposición.
El régimen feudal o gremial de producción que seguía imperando
no bastaba ya para cubrir las necesidades que abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los maestros de los gremios se vieron
desplazados por la clase media industrial, y la división del trabajo entre las
diversas corporaciones fue suplantada por la división del trabajo dentro de
cada taller.
Pero los mercados seguían dilatándose, las necesidades seguían
creciendo. Ya no bastaba tampoco la
manufactura. El invento del vapor y la maquinaria vinieron a revolucionar el
régimen industrial de producción. La
manufactura cedió el puesto a la gran industria moderna, y la clase media
industrial hubo de dejar paso a los magnates de la industria, jefes de grandes
ejércitos industriales, a los burgueses modernos.
La gran industria creó el mercado mundial, ya preparado por el
descubrimiento de América. El mercado
mundial imprimió un gigantesco impulso al comercio, a la navegación, a las
comunicaciones por tierra. A su vez,
estos, progresos redundaron considerablemente en provecho de la industria, y en
la misma proporción en que se dilataban la industria, el comercio, la navegación,
los ferrocarriles, se desarrollaba la burguesía, crecían sus capitales, iba
desplazando y esfumando a todas las clases heredadas de la Edad Media.
Vemos, pues, que la moderna burguesía es, como lo fueron en su
tiempo las otras clases, producto de un largo proceso histórico, fruto de una
serie de transformaciones radicales operadas en el régimen de cambio y de
producción.
A cada etapa de avance recorrida por la burguesía corresponde
una nueva etapa de progreso político.
Clase oprimida bajo el mando de los señores feudales, la burguesía forma
en la “comuna” una asociación autónoma y
armada para la defensa de sus intereses; en unos sitios se organiza en
repúblicas municipales independientes; en otros forma el tercer estado
tributario de las monarquías; en la época de la manufactura es el contrapeso de
la nobleza dentro de la monarquía feudal o absoluta y el fundamento de las
grandes monarquías en general, hasta que, por último, implantada la gran
industria y abiertos los cauces del mercado mundial, se conquista la hegemonía
política y crea el moderno Estado representativo. Hoy, el Poder público viene a ser, pura y
simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de
la clase burguesa.
La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia,
un papel verdaderamente revolucionario.
Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las
instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los
abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y
no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y
sonante, que no tiene entrañas. Echó por
encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor
caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada
de sus cálculos egoístas. Enterró la
dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables
libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad
ilimitada de comerciar. Sustituyó, para
decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las
ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo,
escueto, de explotación.
La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que
antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento. Convirtió en
sus servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote, al
hombre de ciencia.
La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que
envolvían la familia y puso al desnudo la realidad económica de las relaciones
familiares .
La burguesía vino a demostrar que aquellos alardes de fuerza
bruta que la reacción tanto admira en la Edad Media tenían su complemento
cumplido en la haraganería más indolente.
Hasta que ella no lo reveló no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo
del hombre. La burguesía ha producido
maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y
las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más
grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas.
La burguesía no puede existir si no es revolucionando
incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el
sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la
precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad
del régimen de producción vigente. La
época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el
constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción
ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una
dinámica incesantes. Las relaciones
inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias
viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar
raíces. Todo lo que se creía permanente
y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve
constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y
sus relaciones con los demás.
La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de
una punta o otra del planeta. Por todas partes anida, en todas partes
construye, por doquier establece relaciones.
La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la
producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los
lamentos de los reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la
industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por
otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones
civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias
primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos
encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del
mundo. Brotan necesidades nuevas que ya
no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que
reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina
aquel mercado local y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada
de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por
vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la
producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos
espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del
carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y
nacionales confluyen todas en una literatura universal.
La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los
medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de
comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes. El
bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas
las murallas de la China, con la que obliga a capitular a las tribus bárbaras
más ariscas en su odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a
abrazar el régimen de producción de la burguesía o perecer; las obliga a
implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse
burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen
y semejanza.
La burguesía somete el campo al imperio de la ciudad. Crea ciudades enormes, intensifica la
población urbana en una fuerte proporción respecto a la campesina y arranca a
una parte considerable de la gente del campo al cretinismo de la vida
rural. Y del mismo modo que somete el
campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y semibárbaros a las naciones
civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al
Occidente.
La burguesía va aglutinando cada vez más los medios de
producción, la propiedad y los habitantes del país. Aglomera la población, centraliza los medios
de producción y concentra en manos de unos cuantos la propiedad. Este proceso tenía que conducir, por fuerza
lógica, a un régimen de centralización política. Territorios antes independientes, apenas
aliados, con intereses distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y líneas
aduaneras propias, se asocian y refunden en una nación única, bajo un Gobierno,
una ley, un interés nacional de clase y una sola línea aduanera.
En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana,
la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales
que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sometimiento de
las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la
aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación de
vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de
continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en los nuevos
pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo... ¿Quién, en los pasados
siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad fecundada por
el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales energías y elementos
de producción?
Hemos visto que los medios de producción y de transporte sobre
los cuales se desarrolló la burguesía brotaron en el seno de la sociedad
feudal. Cuando estos medios de
transporte y de producción alcanzaron una determinada fase en su desarrollo,
resultó que las condiciones en que la sociedad feudal producía y comerciaba, la
organización feudal de la agricultura y la manufactura, en una palabra, el
régimen feudal de la propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las
fuerzas productivas. Obstruían la
producción en vez de fomentarla. Se habían convertido en otras tantas trabas
para su desenvolvimiento. Era menester
hacerlas saltar, y saltaron.
Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la
constitución política y social a ella adecuada, en la que se revelaba ya la
hegemonía económica y política de la clase burguesa.
Pues bien: ante nuestros ojos se desarrolla hoy un espectáculo
semejante. Las condiciones de producción
y de cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la moderna
sociedad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos
medios de producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar
los espíritus subterráneos que conjuró.
Desde hace varias décadas, la historia de la industria y del comercio no
es más que la historia de las modernas fuerzas productivas que se rebelan
contra el régimen vigente de producción, contra el régimen de la propiedad,
donde residen las condiciones de vida y de predominio político de la
burguesía. Basta mencionar las crisis
comerciales, cuya periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para
la existencia de la sociedad burguesa toda. Las crisis comerciales, además de
destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan una parte
considerable de las fuerzas productivas existentes. En esas crisis se desata una epidemia social
que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera parecido absurda e
inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve retrotraída
repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de
hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos
para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por
qué? Porque la sociedad posee demasiada
civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado
comercio. Las fuerzas productivas de que
dispone no sirven ya para fomentar el régimen burgués de la propiedad; son ya
demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza su
desarrollo. Y tan pronto como logran
vencer este obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazan
dar al traste con el régimen burgués de la propiedad. Las condiciones sociales
burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas
engendrada. ¿Cómo se sobrepone a las crisis la burguesía? De dos maneras: destruyendo violentamente una
gran masa de fuerzas productivas y conquistándose nuevos mercados, a la par que
procurando explotar más concienzudamente los mercados antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando
otras más extensas e imponentes y mutilando los medios de que dispone para
precaverlas.
Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo se
vuelven ahora contra ella.
Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la
muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a manejarlas:
estos hombres son los obreros, los proletarios.
En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es
decir, el capital, desarrollase también el proletariado, esa clase obrera
moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo encuentra trabajo
en la medida en que éste alimenta a incremento el capital. El obrero, obligado a venderse a trozos, es
una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos los cambios y
modalidades de la concurrencia, a todas las fluctuaciones del mercado.
La extensión de la maquinaria y la división del trabajo quitan
a éste, en el régimen proletario actual, todo carácter autónomo, toda libre
iniciativa y todo encanto para el obrero. El trabajador se convierte en un
simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una operación mecánica,
monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, los gastos que supone un obrero se
reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo que necesita para vivir y para
perpetuar su raza. Y ya se sabe que el
precio de una mercancía, y como una de tantas el trabajo , equivale a su coste
de producción. Cuanto más repelente es
el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún: cuanto
más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también
éste, bien porque se alargue la jornada, bien porque se intensifique el
rendimiento exigido, se acelere la marcha de las máquinas, etc.
La industria moderna ha convertido el pequeño taller del
maestro patriarcal en la gran fábrica del magnate capitalista. Las masas obreras concentradas en la fábrica
son sometidas a una organización y disciplina militares. Los obreros, soldados rasos de la industria,
trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales y
jefes. No son sólo siervos de la
burguesía y del Estado burgués, sino que están todos los días y a todas horas
bajo el yugo esclavizador de la máquina, del contramaestre, y sobre todo, del
industrial burgués dueño de la fábrica. Y este despotismo es tanto más
mezquino, más execrable, más indignante, cuanta mayor es la franqueza con que
proclama que no tiene otro fin que el lucro.
Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el
trabajo manual, es decir, cuanto mayor es el desarrollo adquirido por la
moderna industria, también es mayor la proporción en que el trabajo de la mujer
y el niño desplaza al del hombre.
Socialmente, ya no rigen para la clase obrera esas diferencias de edad y
de sexo. Son todos, hombres, mujeres y
niños, meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no hay más diferencia
que la del coste.
Y cuando ya la explotación del obrero por el fabricante ha
dado su fruto y aquél recibe el salario, caen sobre él los otros representantes
de la burguesía: el casero, el tendero, el prestamista, etc.
Toda una serie de elementos modestos que venían perteneciendo
a la clase media, pequeños industriales, comerciantes y rentistas, artesanos y
labriegos, son absorbidos por el proletariado; unos, porque su pequeño caudal
no basta para alimentar las exigencias de la gran industria y sucumben
arrollados por la competencia de los capitales más fuertes, y otros porque sus
aptitudes quedan sepultadas bajo los nuevos progresos de la producción. Todas las clases sociales contribuyen, pues,
a nutrir las filas del proletariado.
El proletariado recorre diversas etapas antes de fortificarse
y consolidarse. Pero su lucha contra la
burguesía data del instante mismo de su existencia.
Al principio son obreros aislados; luego, los de una fábrica;
luego, los de todas una rama de trabajo, los que se enfrentan, en una
localidad, con el burgués que personalmente los explota. Sus ataques no van sólo contra el régimen
burgués de producción, van también contra los propios instrumentos de la
producción; los obreros, sublevados, destruyen las mercancías ajenas que les
hacen la competencia, destrozan las máquinas, pegan fuego a las fábricas,
pugnan por volver a la situación, ya enterrada, del obrero medieval.
En esta primera etapa, los obreros forman una masa diseminada
por todo el país y desunida por la concurrencia. Las concentraciones de masas
de obreros no son todavía fruto de su propia unión, sino fruto de la unión de
la burguesía, que para alcanzar sus fines políticos propios tiene que poner en
movimiento -cosa que todavía logra- a todo el proletariado. En esta etapa, los
proletarios no combaten contra sus enemigos, sino contra los enemigos de sus
enemigos, contra los vestigios de la monarquía absoluta, los grandes señores de
la tierra, los burgueses no industriales, los pequeños burgueses. La marcha de
la historia está toda concentrada en manos de la burguesía, y cada triunfo así
alcanzado es un triunfo de la clase burguesa.
Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las
filas del proletariado, sino que las aprieta y concentra; sus fuerzas crecen, y
crece también la conciencia de ellas. Y
al paso que la maquinaria va borrando las diferencias y categorías en el
trabajo y reduciendo los salarios casi en todas partes a un nivel bajísimo y
uniforme, van nivelándose también los intereses y las condiciones de vida
dentro del proletariado. La competencia,
cada vez más aguda, desatada entre la burguesía, y las crisis comerciales que
desencadena, hacen cada vez más inseguro el salario del obrero; los progresos
incesantes y cada día más veloces del maquinismo aumentan gradualmente la
inseguridad de su existencia; las colisiones entre obreros y burgueses aislados
van tomando el carácter, cada vez más señalado, de colisiones entre dos
clases. Los obreros empiezan a
coaligarse contra los burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus
salarios. Crean organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión de
posibles batallas. De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones.
Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio
siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado
inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera. Coadyuvan a ello los medios cada vez más
fáciles de comunicación, creados por la gran industria y que sirven para poner
en contacto a los obreros de las diversas regiones y localidades. Gracias a este contacto, las múltiples
acciones locales, que en todas partes presentan idéntico carácter, se
convierten en un movimiento nacional, en una lucha de clases. Y toda lucha de clases es una acción
política. Las ciudades de la Edad Media,
con sus caminos vecinales, necesitaron siglos enteros para unirse con las
demás; el proletariado moderno, gracias a los ferrocarriles, ha creado su unión
en unos cuantos años.
Esta organización de los proletarios como clase, que tanto
vale decir como partido político, se ve minada a cada momento por la
concurrencia desatada entre los propios obreros. Pero avanza y triunfa siempre, a pesar de
todo, cada vez más fuerte, más firme, más pujante. Y aprovechándose de las discordias que surgen
en el seno de la burguesía, impone la sanción legal de sus intereses
propios. Así nace en Inglaterra la ley
de la jornada de diez horas.
Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua
sociedad imprimen nuevos impulsos al proletariado. La burguesía lucha
incesantemente: primero, contra la aristocracia; luego, contra aquellos
sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los progresos de la
industria, y siempre contra la burguesía de los demás países. Para librar estos
combates no tiene más remedio que apelar al proletariado, reclamar su auxilio,
arrastrándolo así a la palestra política. Y de este modo, le suministra
elementos de fuerza, es decir, armas contra sí misma.
Además, como hemos visto, los progresos de la industria traen
a las filas proletarias a toda una serie de elementos de la clase gobernante, o
a lo menos los colocan en las mismas condiciones de vida. Y estos elementos
suministran al proletariado nuevas fuerzas.
Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de clases
está a punto de decidirse, es tan violento y tan claro el proceso de
desintegración de la clase gobernante latente en el seno de la sociedad
antigua, que una pequeña parte de esa clase se desprende de ella y abraza la
causa revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus manos el
porvenir. Y así como antes una parte de
la nobleza se pasaba a la burguesía, ahora una parte de la burguesía se pasa al
campo del proletariado; en este tránsito rompen la marcha los intelectuales
burgueses, que, analizando teóricamente el curso de la historia, han logrado
ver claro en sus derroteros.
De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía no
hay más que una verdaderamente revolucionaria: el proletariado. Las demás perecen y desaparecen con la gran
industria; el proletariado, en cambio, es su producto genuino y peculiar.
Los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el
pequeño comerciante, el artesano, el labriego, todos luchan contra la burguesía
para salvar de la ruina su existencia como tales clases. No son, pues,
revolucionarios, sino conservadores. Más
todavía, reaccionarios, pues pretenden volver atrás la rueda de la historia. Todo lo que tienen de revolucionario es lo
que mira a su tránsito inminente al proletariado; con esa actitud no defienden
sus intereses actuales, sino los futuros; se despojan de su posición propia
para abrazar la del proletariado.
El proletariado andrajoso , esa putrefacción pasiva de las
capas más bajas de la vieja sociedad, se verá arrastrado en parte al movimiento
por una revolución proletaria, si bien las condiciones todas de su vida lo
hacen más propicio a dejarse comprar como instrumento de manejos reaccionarios.
Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya
destruidas en las condiciones de vida del proletariado. El proletario carece de bienes. Sus relaciones con la mujer y con los hijos
no tienen ya nada de común con las relaciones familiares burguesas; la
producción industrial moderna, el moderno yugo del capital, que es el mismo en
Inglaterra que en Francia, en Alemania que en Norteamérica, borra en él todo
carácter nacional. Las leyes, la moral,
la religión, son para él otros tantos prejuicios burgueses tras los que anidan
otros tantos intereses de la burguesía.
Todas las clases que le precedieron y conquistaron el Poder procuraron
consolidar las posiciones adquiridas sometiendo a la sociedad entera a su
régimen de adquisición. Los proletarios
sólo pueden conquistar para sí las fuerzas sociales de la producción aboliendo
el régimen adquisitivo a que se hallan sujetos, y con él todo el régimen de
apropiación de la sociedad. Los
proletarios no tienen nada propio que asegurar, sino destruir todos los
aseguramientos y seguridades privadas de los demás.
Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido
movimientos desatados por una minoría o en interés de una minoría. El movimiento proletario es el movimiento
autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y oprimida
de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar,
hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma
la sociedad oficial.
Por su forma, aunque no por su contenido, la campaña del
proletariado contra la burguesía empieza siendo nacional. Es lógico que el proletariado de cada país
ajuste ante todo las cuentas con su propia burguesía.
Al esbozar, en líneas muy generales, las diferentes fases de
desarrollo del proletariado, hemos seguido las incidencias de la guerra civil
más o menos embozada que se plantea en el seno de la sociedad vigente hasta el
momento en que esta guerra civil desencadena una revolución abierta y franca, y
el proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía, echa las bases de
su poder.
Hasta hoy, toda sociedad descansó, como hemos visto, en el
antagonismo entre las clases oprimidas y las opresoras. Mas para poder oprimir a una clase es
menester asegurarle, por lo menos, las condiciones indispensables de vida, pues
de otro modo se extinguiría, y con ella su esclavizamiento. El siervo de la
gleba se vio exaltado a miembro del municipio sin salir de la servidumbre, como
el villano convertido en burgués bajo el yugo del absolutismo feudal. La situación del obrero moderno es muy
distinta, pues lejos de mejorar conforme progresa la industria, decae y empeora
por debajo del nivel de su propia clase. El obrero se depaupera, y el
pauperismo se desarrolla en proporciones mucho mayores que la población y la
riqueza. He ahí una prueba palmaria de
la incapacidad de la burguesía para seguir gobernando la sociedad e imponiendo
a ésta por norma las condiciones de su vida como clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de
garantizar a sus esclavos la existencia ni aun dentro de su esclavitud, porque
se ve forzada a dejarlos llegar hasta una situación de desamparo en que no
tiene más remedio que mantenerles, cuando son ellos quienes debieran mantenerla
a ella. La sociedad no puede seguir
viviendo bajo el imperio de esa clase; la vida de la burguesía se ha hecho
incompatible con la sociedad.
La existencia y el predominio de la clase burguesa tienen por
condición esencial la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos
individuos, la formación e incremento constante del capital; y éste, a su vez,
no puede existir sin el trabajo asalariado.
El trabajo asalariado Presupone, inevitablemente, la concurrencia de los
obreros entre sí. Los progresos de la
industria, que tienen por cauce automático y espontáneo a la burguesía,
imponen, en vez del aislamiento de los obreros por la concurrencia, su unión
revolucionaria por la organización. Y
así, al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus
pies las bases sobre que produce y se apropia lo producido. Y a la par que
avanza, se cava su fosa y cría a sus propios enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado sin
igualmente inevitables.
II
PROLETARIOS Y COMUNISTAS
¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios en
general?
Los comunistas no forman un partido aparte de los demás
partidos obreros.
No tienen intereses propios que se distingan de los intereses
generales del proletariado. No profesan principios especiales con los que
aspiren a modelar el movimiento proletario.
Los comunistas no se distinguen de los demás partidos
proletarios más que en esto: en que destacan y reivindican siempre, en todas y
cada una de las acciones nacionales proletarias, los intereses comunes y
peculiares de todo el proletariado, independientes de su nacionalidad, y en
que, cualquiera que sea la etapa histórica en que se mueva la lucha entre el
proletariado y la burguesía, mantienen siempre el interés del movimiento
enfocado en su conjunto.
Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte más
decidida, el acicate siempre en tensión de todos los partidos obreros del
mundo; teóricamente, llevan de ventaja a las grandes masas del proletariado su
clara visión de las condiciones, los derroteros y los resultados generales a
que ha de abocar el movimiento proletario.
El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que
persiguen los demás partidos proletarios en general: formar la conciencia de
clase del proletariado, derrocar el régimen de la burguesía, llevar al
proletariado a la conquista del Poder.
Las proposiciones teóricas de los comunistas no descansan ni
mucho menos en las ideas, en los principios forjados o descubiertos por ningún
redentor de la humanidad. Son todas expresión
generalizada de las condiciones materiales de una lucha de clases real y
vívida, de un movimiento histórico que se está desarrollando a la vista de
todos. La abolición del régimen vigente de la propiedad no es tampoco ninguna
característica peculiar del comunismo.
Las condiciones que forman el régimen de la propiedad han
estado sujetas siempre a cambios históricos, a alteraciones históricas
constantes.
Así, por ejemplo, la Revolución francesa abolió la propiedad
feudal para instaurar sobre sus ruinas la propiedad burguesa.
Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de la
propiedad en general, sino la abolición del régimen de propiedad de la
burguesía, de esta moderna institución de la propiedad privada burguesa,
expresión última y la más acabada de ese régimen de producción y apropiación de
lo producido que reposa sobre el antagonismo de dos clases, sobre la
explotación de unos hombres por otros.
Así entendida, sí pueden los comunistas resumir su teoría en
esa fórmula: abolición de la propiedad privada.
Se nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal
bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano, esa propiedad que es
para el hombre la base de toda libertad, el acicate de todas las actividades y
la garantía de toda independencia.
¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo
humano! ¿Os referís acaso a la propiedad del humilde artesano, del pequeño
labriego, precedente histórico de la propiedad burguesa? No, ésa no necesitamos destruirla; el
desarrollo de la industria lo ha hecho ya y lo está haciendo a todas horas.
¿O queréis referimos a la moderna propiedad privada de la
burguesía?
Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de
proletario, le rinde propiedad? No, ni
mucho menos. Lo que rinde es capital,
esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo asalariado,
que sólo puede crecer y multiplicarse a condición de engendrar nuevo trabajo
asalariado para hacerlo también objeto de su explotación. La propiedad, en la forma que hoy presenta,
no admite salida a este antagonismo del capital y el trabajo asalariado.
Detengámonos un momento a contemplar los dos términos de la antítesis.
Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal,
sino social, en el proceso de la producción.
El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha más que
por la cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que, en rigor, esta
cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la
sociedad. El capital no es, pues, un
patrimonio personal, sino una potencia social.
Los que, por tanto, aspiramos a convertir el capital en
propiedad colectiva, común a todos los miembros de la sociedad, no aspiramos a
convertir en colectiva una riqueza personal. A lo único que aspiramos es a
transformar el carácter colectivo de la propiedad, a despojarla de su carácter
de clase.
Hablemos ahora del trabajo asalariado.
El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del
salario, es decir, la suma de víveres necesaria para sostener al obrero como
tal obrero. Todo lo que el obrero
asalariado adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente necesita para
seguir viviendo y trabajando. Nosotros
no aspiramos en modo alguno a destruir este régimen de apropiación personal de
los productos de un trabajo encaminado a crear medios de vida: régimen de
apropiación que no deja, como vemos, el menor margen de rendimiento líquido y,
con él, la posibilidad de ejercer influencia sobre los demás hombres. A lo que aspiramos es a destruir el carácter
oprobioso de este régimen de apropiación en que el obrero sólo vive para
multiplicar el capital, en que vive tan sólo en la medida en que el interés de
la clase dominante aconseja que viva.
En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es más
que un medio de incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo
acumulado será, por el contrario, un simple medio para dilatar, fomentar y
enriquecer la vida del obrero.
En la sociedad burguesa es, pues, el pasado el que impera sobre
el presente; en la comunista, imperará el presente sobre el pasado. En la sociedad burguesa se reserva al capital
toda personalidad e iniciativa; el individuo trabajador carece de iniciativa y
personalidad.
¡Y a la abolición de estas condiciones, llama la burguesía
abolición de la personalidad y la libertad!
Y, sin embargo, tiene razón.
Aspiramos, en efecto, a ver abolidas la personalidad, la independencia y
la libertad burguesa.
Por libertad se entiende, dentro del régimen burgués de la
producción, el librecambio, la libertad de comprar y vender.
Desaparecido el tráfico, desaparecerá también, forzosamente el
libre tráfico. La apología del libre tráfico, como en general todos los
ditirambos a la libertad que entona nuestra burguesía, sólo tienen sentido y
razón de ser en cuanto significan la emancipación de las trabas y la
servidumbre de la Edad Media, pero palidecen ante la abolición comunista del
tráfico, de las condiciones burguesas de producción y de la propia burguesía.
Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡cómo
si ya en el seno de vuestra sociedad actual, la propiedad privada no estuviese
abolida para nueve décimas partes de la población, como si no existiese
precisamente a costa de no existir para esas nueve décimas partes! ¿Qué es,
pues, lo que en rigor nos reprocháis?
Querer destruir un régimen de propiedad que tiene por necesaria
condición el despojo de la inmensa mayoría de la sociedad.
Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir vuestra
propiedad. Pues sí, a eso es a lo que
aspiramos.
Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no pueda
convertirse ya en capital, en dinero, en renta, en un poder social
monopolizable; desde el momento en que la propiedad personal no pueda ya
trocarse en propiedad burguesa, la persona no existe.
Con eso confesáis que para vosotros no hay más persona que el
burgués, el capitalista. Pues bien, la personalidad así concebida es la que
nosotros aspiramos a destruir.
El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse
productos sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar por medio de
esta apropiación el trabajo ajeno.
Se arguye que, abolida la propiedad privada, cesará toda
actividad y reinará la indolencia universal.
Si esto fuese verdad, ya hace mucho tiempo que se habría
estrellado contra el escollo de la holganza una sociedad como la burguesa, en
que los que trabajan no adquieren y los que adquieren, no trabajan. Vuestra objeción viene a reducirse, en fin de
cuentas, a una verdad que no necesita de demostración, y es que, al desaparecer
el capital, desaparecerá también el trabajo asalariado.
Las objeciones formuladas contra el régimen comunista de
apropiación y producción material, se hacen extensivas a la producción y
apropiación de los productos espirituales.
Y así como el destruir la propiedad de clases equivale, para el burgués,
a destruir la producción, el destruir la cultura de clase es para él sinónimo
de destruir la cultura en general.
Esa cultura cuya pérdida tanto deplora, es la que convierte en
una máquina a la inmensa mayoría de la sociedad.
Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la
propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de libertad, cultura,
derecho, etc., no os dais cuenta de que esas mismas ideas son otros tantos
productos del régimen burgués de propiedad y de producción, del mismo modo que
vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una
voluntad que tiene su contenido y encarnación en las condiciones materiales de
vida de vuestra clase.
Compartís con todas las clases dominantes que han existido y
perecieron la idea interesada de que vuestro régimen de producción y de
propiedad, obra de condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de
la producción, descansa sobre leyes naturales eternas y sobre los dictados de
la razón. Os explicáis que haya perecido
la propiedad antigua, os explicáis que pereciera la propiedad feudal; lo que no
os podéis explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra propiedad.
¡Abolición de la familia!
Al hablar de estas intenciones satánicas de los comunistas, hasta los
más radicales gritan escándalo.
Pero veamos: ¿en qué se funda la familia actual, la familia
burguesa? En el capital, en el lucro
privado. Sólo la burguesía tiene una
familia, en el pleno sentido de la palabra; y esta familia encuentra su
complemento en la carencia forzosa de relaciones familiares de los proletarios
y en la pública prostitución.
Es natural que ese tipo de familia burguesa desaparezca al
desaparecer su complemento, y que una y otra dejen de existir al dejar de
existir el capital, que le sirve de base.
¿Nos reprocháis acaso que aspiremos a abolir la explotación de
los hijos por sus padres? Sí, es cierto,
a eso aspiramos.
Pero es, decís, que pretendemos destruir la intimidad de la
familia, suplantando la educación doméstica por la social.
¿Acaso vuestra propia educación no está también influida por
la sociedad, por las condiciones sociales en que se desarrolla, por la
intromisión más o menos directa en ella de la sociedad a través de la escuela,
etc.? No son precisamente los comunistas los que inventan esa intromisión de la
sociedad en la educación; lo que ellos hacen es modificar el carácter que hoy
tiene y sustraer la educación a la influencia de la clase dominante.
Esos tópicos burgueses de la familia y la educación, de la
intimidad de las relaciones entre padres e hijos, son tanto más grotescos y
descarados cuanto más la gran industria va desgarrando los lazos familiares de
los proletarios y convirtiendo a los hijos en simples mercancías y meros
instrumentos de trabajo.
¡Pero es que vosotros, los comunistas, nos grita a coro la
burguesía entera, pretendéis colectivizar a las mujeres!
El burgués, que no ve en su mujer más que un simple
instrumento de producción, al oírnos proclamar la necesidad de que los
instrumentos de producción sean explotados colectivamente, no puede por menos
de pensar que el régimen colectivo se hará extensivo igualmente a la mujer.
No advierte que de lo que se trata es precisamente de acabar
con la situación de la mujer como mero instrumento de producción.
Nada más ridículo, por otra parte, que esos alardes de
indignación, henchida de alta moral de nuestros burgueses, al hablar de la tan
cacareada colectivización de las mujeres por el comunismo. No; los comunistas no tienen que molestarse
en implantar lo que ha existido siempre o casi siempre en la sociedad.
Nuestros burgueses, no bastándoles, por lo visto, con tener a
su disposición a las mujeres y a los hijos de sus proletarios -¡y no hablemos
de la prostitución oficial!-, sienten una grandísima fruición en seducirse unos
a otros sus mujeres.
En realidad, el matrimonio burgués es ya la comunidad de las
esposas. A lo sumo, podría reprocharse a
los comunistas el pretender sustituir este hipócrita y recatado régimen
colectivo de hoy por una colectivización oficial, franca y abierta, de la
mujer. Por lo demás, fácil es comprender
que, al abolirse el régimen actual de producción, desaparecerá con él el sistema
de comunidad de la mujer que engendra, y que se refugia en la prostitución, en
la oficial y en la encubierta.
A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir
la patria, la nacionalidad.
Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no
tienen. No obstante, siendo la mira
inmediata del proletariado la conquista del Poder político, su exaltación a
clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido
nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía.
Ya el propio desarrollo de la burguesía, el librecambio, el
mercado mundial, la uniformidad reinante en la producción industrial, con las
condiciones de vida que engendra, se encargan de borrar más y más las
diferencias y antagonismos nacionales.
El triunfo del proletariado acabará de hacerlos
desaparecer. La acción conjunta de los
proletarios, a lo menos en las naciones civilizadas, es una de las condiciones
primordiales de su emancipación. En la
medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de unos individuos por
otros, desaparecerá también la explotación de unas naciones por otras.
Con el antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se
borrará la hostilidad de las naciones entre sí.
No queremos entrar a analizar las acusaciones que se hacen
contra el comunismo desde el punto de vista religioso-filosófico e ideológico
en general.
No hace falta ser un lince para ver que, al cambiar las
condiciones de vida, las relaciones sociales, la existencia social del hombre,
cambian también sus ideas, sus opiniones y sus conceptos, su conciencia, en una
palabra.
La historia de las ideas es una prueba palmaria de cómo cambia
y se transforma la producción espiritual con la material. Las ideas imperantes en una época han sido
siempre las ideas propias de la clase imperante .
Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con
ello, no se hace más que dar expresión a un hecho, y es que en el seno de la
sociedad antigua han germinado ya los elementos para la nueva, y a la par que
se esfuman o derrumban las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman
las ideas antiguas.
Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las
religiones antiguas fueron vencidas y suplantadas por el cristianismo. En el siglo XVIII, cuando las ideas
cristianas sucumbían ante el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba
desesperadamente, haciendo un último esfuerzo, con la burguesía, entonces
revolucionaria. Las ideas de libertad de
conciencia y de libertad religiosa no hicieron más que proclamar el triunfo de
la libre concurrencia en el mundo ideológico.
Se nos dirá que las ideas religiosas, morales, filosóficas,
políticas, jurídicas, etc., aunque sufran alteraciones a lo largo de la
historia, llevan siempre un fondo de perennidad, y que por debajo de esos
cambios siempre ha habido una religión, una moral, una filosofía, una política,
un derecho.
Además, se seguirá arguyendo, existen verdades eternas, como
la libertad, la justicia, etc., comunes a todas las sociedades y a todas las
etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el comunismo -continúa el
argumento- viene a destruir estas verdades eternas, la moral, la religión, y no
a sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir violentamente todo el
desarrollo histórico anterior.
Veamos a qué queda reducida esta acusación.
Hasta hoy, toda la historia de la sociedad ha sido una
constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten diversas
modalidades, según las épocas.
Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la
explotación de una parte de la sociedad por la otra es un hecho común a todas
las épocas del pasado. Nada tiene, pues,
de extraño que la conciencia social de todas las épocas se atenga, a despecho
de toda la variedad y de todas las divergencias, a ciertas formas comunes,
formas de conciencia hasta que el antagonismo de clases que las informa no
desaparezca radicalmente.
La revolución comunista viene a romper de la manera más
radical con el régimen tradicional de la propiedad; nada tiene, pues, de
extraño que se vea obligada a romper, en su desarrollo, de la manera también
más radical, con las ideas tradicionales.
Pero no queremos detenernos por más tiempo en los reproches de
la burguesía contra el comunismo.
Ya dejamos dicho que el primer paso de la revolución obrera
será la exaltación del proletariado al Poder, la conquista de la democracia .
El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando
paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de
la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado
organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y
con la mayor rapidez posible las energías productivas.
Claro está que, al principio, esto sólo podrá llevarse a cabo
mediante una acción despótica sobre la propiedad y el régimen burgués de
producción, por medio de medidas que, aunque de momento parezcan económicamente
insuficientes e insostenibles, en el transcurso del movimiento serán un gran
resorte propulsor y de las que no puede prescindiese como medio para
transformar todo el régimen de producción vigente.
Estas medidas no podrán ser las mismas, naturalmente, en todos
los países.
Para los más progresivos mencionaremos unas cuantas,
susceptibles, sin duda, de ser aplicadas con carácter más o menos general,
según los casos .
1.a Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la
renta del suelo a los gastos públicos.
2.a Fuerte impuesto progresivo.
3.a Abolición del derecho de herencia.
4.a Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes.
5.a Centralización del crédito en el Estado por medio de un
Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio.
6.a Nacionalización de los transportes.
7.a Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios
de producción, roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo.
8.a Proclamación del deber general de trabajar; creación de
ejércitos industriales, principalmente en el campo.
9.a Articulación de las explotaciones agrícolas e
industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias entre el
campo y la ciudad.
10.a Educación pública y gratuita de todos los niños.
Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su forma actual. Régimen combinado de la educación con la
producción material, etc.
Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan
desaparecido las diferencias de clase y toda la producción esté concentrada en
manos de la sociedad, el Estado perderá todo carácter político. El Poder
político no es, en rigor, más que el poder organizado de una clase para la opresión
de la otra. El proletariado se ve forzado a organizarse como clase para luchar
contra la burguesía; la revolución le lleva al Poder; mas tan pronto como desde
él, como clase gobernante, derribe por la fuerza el régimen vigente de
producción, con éste hará desaparecer las condiciones que determinan el
antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto, su propia soberanía
como tal clase.
Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus
antagonismos de clase, sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de
cada uno condicione el libre desarrollo de todos.
III
LITERATURA SOCIALISTA Y COMUNISTA
1. El socialismo reaccionario
a) El socialismo feudal
La aristocracia francesa e inglesa, que no se resignaba a
abandonar su puesto histórico, se dedicó, cuando ya no pudo hacer otra cosa, a
escribir libelos contra la moderna sociedad burguesa. En la revolución francesa de julio de 1830,
en el movimiento reformista inglés, volvió a sucumbir, arrollada por el odiado
intruso. Y no pudiendo dar ya ninguna
batalla política seria, no le quedaba más arma que la pluma. Mas también en la palestra literaria habían
cambiado los tiempos; ya no era posible seguir empleando el lenguaje de la
época de la Restauración. Para ganarse
simpatías, la aristocracia hubo de olvidar aparentemente sus intereses y acusar
a la burguesía, sin tener presente más interés que el de la clase obrera explotada. De este modo, se daba el gusto de provocar a
su adversario y vencedor con amenazas y de musitarle al oído profecías más o
menos catastróficas.
Nació así, el socialismo feudal, una mezcla de lamento, eco
del pasado y rumor sordo del porvenir; un socialismo que de vez en cuando
asestaba a la burguesía un golpe en medio del corazón con sus juicios
sardónicos y acerados, pero que casi siempre movía a risa por su total
incapacidad para comprender la marcha de la historia moderna.
Con el fin de atraer hacia sí al pueblo, tremolaba el saco del
mendigo proletario por bandera. Pero
cuantas veces lo seguía, el pueblo veía brillar en las espaldas de los
caudillos las viejas armas feudales y se dispersaba con una risotada nada
contenida y bastante irrespetuosa.
Una parte de los legitimistas franceses y la joven Inglaterra,
fueron los más perfectos organizadores de este espectáculo.
Esos señores feudales, que tanto insisten en demostrar que sus
modos de explotación no se parecían en nada a los de la burguesía, se olvidan
de una cosa, y es de que las circunstancias y condiciones en que ellos llevaban
a cabo su explotación han desaparecido. Y, al enorgullecerse de que bajo su
régimen no existía el moderno proletariado, no advierten que esta burguesía
moderna que tanto abominan, es un producto históricamente necesario de su orden
social.
Por lo demás, no se molestan gran cosa en encubrir el sello
reaccionario de sus doctrinas, y así se explica que su más rabiosa acusación
contra la burguesía sea precisamente el crear y fomentar bajo su régimen una clase
que está llamada a derruir todo el orden social heredado.
Lo que más reprochan a la burguesía no es el engendrar un
proletariado, sino el engendrar un proletariado revolucionario.
Por eso, en la práctica están siempre dispuestos a tomar parte
en todas las violencias y represiones contra la clase obrera, y en la prosaica
realidad se resignan, pese a todas las retóricas ampulosas, a recolectar
también los huevos de oro y a trocar la nobleza, el amor y el honor
caballerescos por el vil tráfico en lana, remolacha y aguardiente.
Como los curas van siempre del brazo de los señores feudales,
no es extraño que con este socialismo feudal venga a confluir el socialismo
clerical.
Nada más fácil que dar al ascetismo cristiano un barniz
socialista. ¿No combatió también el cristianismo contra la propiedad privada,
contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No predicó frente a las instituciones
la caridad y la limosna, el celibato y el castigo de la carne, la vida
monástica y la Iglesia? El socialismo
cristiano es el hisopazo con que el clérigo bendice el despecho del
aristócrata.
b) El socialismo pequeñoburgués
La aristocracia feudal no es la única clase derrocada por la
burguesía, la única clase cuyas condiciones de vida ha venido a oprimir y matar
la sociedad burguesa moderna. Los
villanos medievales y los pequeños labriegos fueron los precursores de la
moderna burguesía. Y en los países en
que la industria y el comercio no han alcanzado un nivel suficiente de
desarrollo, esta clase sigue vegetando al lado de la burguesía ascensional.
En aquellos otros países en que la civilización moderna
alcanza un cierto grado de progreso, ha venido a formarse una nueva clase
pequeñoburguesa que flota entre la burguesía y el proletariado y que, si bien
gira constantemente en torno a la sociedad burguesa como satélite suyo, no hace
más que brindar nuevos elementos al proletariado, precipitados a éste por la
concurrencia; al desarrollarse la gran industria llega un momento en que esta
parte de la sociedad moderna pierde su substantividad y se ve suplantada en el
comercio, en la manufactura, en la agricultura por los capataces y los
domésticos.
En países como Francia, en que la clase labradora representa
mucho más de la mitad de la población, era natural que ciertos escritores, al
abrazar la causa del proletariado contra la burguesía, tomasen por norma, para
criticar el régimen burgués, los intereses de los pequeños burgueses y los
campesinos, simpatizando por la causa obrera con el ideario de la pequeña
burguesía. Así nació el socialismo
pequeñoburgués. Su representante más caracterizado, lo mismo en Francia que en
Inglaterra, es Sismondi.
Este socialismo ha analizado con una gran agudeza las
contradicciones del moderno régimen de producción. Ha desenmascarado las
argucias hipócritas con que pretenden justificarlas los economistas. Ha puesto
de relieve de modo irrefutable, los efectos aniquiladores del maquinismo y la
división del trabajo, la concentración de los capitales y la propiedad
inmueble, la superproducción, las crisis, la inevitable desaparición de los
pequeños burgueses y labriegos, la miseria del proletariado, la anarquía
reinante en la producción, las desigualdades irritantes que claman en la
distribución de la riqueza, la aniquiladora guerra industrial de unas naciones
contra otras, la disolución de las costumbres antiguas, de la familia
tradicional, de las viejas nacionalidades.
Pero en lo que atañe ya a sus fórmulas positivas, este
socialismo no tiene más aspiración que restaurar los antiguos medios de
producción y de cambio, y con ellos el régimen tradicional de propiedad y la
sociedad tradicional, cuando no pretende volver a encajar por la fuerza los
modernos medios de producción y de cambio dentro del marco del régimen de
propiedad que hicieron y forzosamente tenían que hacer saltar. En uno y otro caso peca, a la par, de
reaccionario y de utópico.
En la manufactura, la restauración de los viejos gremios, y en
el campo, la implantación de un régimen patriarcal: he ahí sus dos magnas
aspiraciones.
Hoy, esta corriente socialista ha venido a caer en una cobarde
modorra.
c) El socialismo alemán o "verdadero" socialismo
La literatura socialista y comunista de Francia, nacida bajo
la presión de una burguesía gobernante y expresión literaria de la lucha
librada contra su avasallamiento, fue importada en Alemania en el mismo
instante en que la burguesía empezaba a sacudir el yugo del absolutismo feudal.
Los filósofos, pseudofilósofos y grandes ingenios del país se
asimilaron codiciosamente aquella literatura, pero olvidando que con las
doctrinas no habían pasado la frontera también las condiciones sociales a que respondían. Al enfrentarse con la situación alemana, la
literatura socialista francesa perdió toda su importancia práctica directa,
para asumir una fisonomía puramente literaria y convertirse en una ociosa
especulación acerca del espíritu humano y de sus proyecciones sobre la
realidad. Y así, mientras que los
postulados de la primera revolución francesa eran, para los filósofos alemanes
del siglo XVIII, los postulados de la “razón práctica” en general, las
aspiraciones de la burguesía francesa revolucionaria representaban a sus ojos
las leyes de la voluntad pura, de la voluntad ideal, de una voluntad
verdaderamente humana.
La única preocupación de los literatos alemanes era armonizar
las nuevas ideas francesas con su vieja conciencia filosófica, o, por mejor
decir, asimilarse desde su punto de vista filosófico aquellas ideas.
Esta asimilación se llevó a cabo por el mismo procedimiento
con que se asimila uno una lengua extranjera: traduciéndola.
Todo el mundo sabe que los monjes medievales se dedicaban a recamar
los manuscritos que atesoraban las obras clásicas del paganismo con todo género
de insubstanciales historias de santos de la Iglesia católica. Los literatos
alemanes procedieron con la literatura francesa profana de un modo inverso. Lo que hicieron fue empalmar sus absurdos
filosóficos a los originales franceses. Y así, donde el original desarrollaba
la crítica del dinero, ellos pusieron: “expropiación del ser humano”; donde se
criticaba el Estado burgués: “abolición del imperio de lo general abstracto”, y
así por el estilo.
Esta interpelación de locuciones y galimatías filosóficos en
las doctrinas francesas, fue bautizada con los nombres de “filosofía del hecho”
, “verdadero socialismo”, “ciencia alemana del socialismo”, “fundamentación
filosófica del socialismo”, y otros semejantes.
De este modo, la literatura socialista y comunista francesa
perdía toda su virilidad. Y como, en
manos de los alemanes, no expresaba ya la lucha de una clase contra otra clase,
el profesor germano se hacía la ilusión de haber superado el “parcialismo francés”;
a falta de verdaderas necesidades pregonaba la de la verdad, y a falta de los
intereses del proletariado mantenía los intereses del ser humano, del hombre en
general, de ese hombre que no reconoce clases, que ha dejado de vivir en la
realidad para transportarse al cielo vaporoso de la fantasía filosófica.
Sin embargo, este socialismo alemán, que tomaba tan en serio
sus desmayados ejercicios escolares y que tanto y tan solemnemente trompeteaba,
fue perdiendo poco a poco su pedantesca inocencia.
En la lucha de la burguesía alemana, y principalmente, de la
prusiana, contra el régimen feudal y la monarquía absoluta, el movimiento
liberal fue tomando un cariz más serio.
Esto deparaba al “verdadero” socialismo la ocasión apetecida
para oponer al movimiento político las reivindicaciones socialistas, para
fulminar los consabidos anatemas contra el liberalismo, contra el Estado
representativo, contra la libre concurrencia burguesa, contra la libertad de
Prensa, la libertad, la igualdad y el derecho burgueses, predicando ante la
masa del pueblo que con este movimiento burgués no saldría ganando nada y sí
perdiendo mucho. El socialismo alemán se
cuidaba de olvidar oportunamente que la crítica francesa, de la que no era más
que un eco sin vida, presuponía la existencia de la sociedad burguesa moderna,
con sus peculiares condiciones materiales de vida y su organización política
adecuada, supuestos previos ambos en torno a los cuales giraba precisamente la
lucha en Alemania.
Este “verdadero” socialismo les venía al dedillo a los
gobiernos absolutos alemanes, con toda su cohorte de clérigos, maestros de
escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas, pues les servía de espantapájaros
contra la amenazadora burguesía. Era una
especie de melifluo complemento a los feroces latigazos y a las balas de fusil
con que esos gobiernos recibían los levantamientos obreros.
Pero el “verdadero” socialismo, además de ser, como vemos, un
arma en manos de los gobiernos contra la burguesía alemana, encarnaba de una
manera directa un interés reaccionario, el interés de la baja burguesía del
país. La pequeña burguesía, heredada del
siglo XVI y que desde entonces no había cesado de aflorar bajo diversas formas
y modalidades, constituye en Alemania la verdadera base social del orden
vigente.
Conservar esta clase es conservar el orden social imperante.
Del predominio industrial y político de la burguesía teme la ruina segura,
tanto por la concentración de capitales que ello significa, como porque entraña
la formación de un proletariado revolucionario. El “verdadero” socialismo venía
a cortar de un tijeretazo -así se lo imaginaba ella- las dos alas de este
peligro. Por eso, se extendió por todo
el país como una verdadera epidemia.
El ropaje ampuloso en que los socialistas alemanes envolvían
el puñado de huesos de sus “verdades eternas”, un ropaje tejido con hebras
especulativas, bordado con las flores retóricas de su ingenio, empapado de
nieblas melancólicas y románticas, hacía todavía más gustosa la mercancía para
ese público.
Por su parte, el socialismo alemán comprendía más claramente
cada vez que su misión era la de ser el alto representante y abanderado de esa
baja burguesía.
Proclamó a la nación alemana como nación modelo y al súbdito
alemán como el tipo ejemplar de hombre. Dio a todos sus servilismos y vilezas
un hondo y oculto sentido socialista, tornándolos en lo contrario de lo que en
realidad eran. Y al alzarse curiosamente contra las tendencias “barbaras y
destructivas” del comunismo, subrayando como contraste la imparcialidad sublime
de sus propias doctrinas, ajenas a toda lucha de clases, no hacía más que sacar
la última consecuencia lógica de su sistema.
Toda la pretendida literatura socialista y comunista que circula por
Alemania, con poquísimas excepciones, profesa estas doctrinas repugnantes y
castradas .
2. El socialismo burgués o conservador
Una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias
sociales, para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa.
Se encuentran en este bando los economistas, los filántropos,
los humanitarios, los que aspiran a mejorar la situación de las clases obreras,
los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades protectoras de
animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los predicadores y
reformadores sociales de toda laya.
Pero, además, de este socialismo burgués han salido verdaderos
sistemas doctrinales. Sirva de ejemplo
la Filosofía de la miseria de Proudhon.
Los burgueses socialistas considerarían ideales las
condiciones de vida de la sociedad moderna sin las luchas y los peligros que
encierran. Su ideal es la sociedad
existente, depurada de los elementos que la corroen y revolucionan: la
burguesía sin el proletariado. Es
natural que la burguesía se represente el mundo en que gobierna como el mejor
de los mundos posibles. El socialismo
burgués eleva esta idea consoladora a sistema o semisistema. Y al invitar al
proletariado a que lo realice, tomando posesión de la nueva Jerusalén, lo que
en realidad exige de él es que se avenga para siempre al actual sistema de
sociedad, pero desterrando la deplorable idea que de él se forma.
Una segunda modalidad, aunque menos sistemática bastante más
práctica, de socialismo, pretende ahuyentar a la clase obrera de todo
movimiento revolucionario haciéndole ver que lo que a ella le interesa no son
tales o cuales cambios políticos, sino simplemente determinadas mejoras en las
condiciones materiales, económicas, de su vida.
Claro está que este socialismo se cuida de no incluir entre los cambios
que afectan a las “condiciones materiales de vida” la abolición del régimen
burgués de producción, que sólo puede alcanzarse por la vía revolucionaria; sus
aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas que son conciliables
con el actual régimen de producción y que, por tanto, no tocan para nada a las
relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo sólo -en el
mejor de los casos- para abaratar a la burguesía las costas de su reinado y
sanearle el presupuesto.
Este socialismo burgués a que nos referimos, sólo encuentra
expresión adecuada allí donde se convierte en mera figura retórica.
¡Pedimos el librecambio en interés de la clase obrera! ¡En
interés de la clase obrera pedimos aranceles protectores! ¡Pedimos prisiones
celulares en interés de la clase trabajadora!
Hemos dado, por fin, con la suprema y única seria aspiración del
socialismo burgués.
Todo el socialismo de la burguesía se reduce, en efecto, a una
tesis y es que los burgueses lo son y deben seguir siéndolo... en interés de la
clase trabajadora.
3. El socialismo y el comunismo crítico-utópico
No queremos referirnos aquí a las doctrinas que en todas las
grandes revoluciones modernas abrazan las aspiraciones del proletariado (obras
de Babeuf, etc.).
Las primeras tentativas del proletariado para ahondar
directamente en sus intereses de clase, en momentos de conmoción general, en el
período de derrumbamiento de la sociedad feudal, tenían que tropezar necesariamente
con la falta de desarrollo del propio proletariado, de una parte, y de otra con
la ausencia de las condiciones materiales indispensables para su emancipación,
que habían de ser el fruto de la época burguesa. La literatura revolucionaria que guía estos
primeros pasos vacilantes del proletariado es, y necesariamente tenía que
serlo, juzgada por su contenido, reaccionaria.
Estas doctrinas profesan un ascetismo universal y un torpe y vago
igualitarismo.
Los verdaderos sistemas socialistas y comunistas, los sistemas
de Saint-Simon, de Fourier, de Owen, etc., brotan en la primera fase
embrionaria de las luchas entre el proletariado y la burguesía, tal como más
arriba la dejamos esbozada. (V. el capítulo “Burgueses y proletarios”).
Cierto es que los autores de estos sistemas penetran ya en el
antagonismo de las clases y en la acción de los elementos disolventes que
germinan en el seno de la propia sociedad gobernante. Pero no aciertan todavía a ver en el proletariado
una acción histórica independiente, un movimiento político propio y peculiar.
Y como el antagonismo de clase se desarrolla siempre a la par
con la industria, se encuentran con que les faltan las condiciones materiales
para la emancipación del proletariado, y es en vano que se debatan por crearlas
mediante una ciencia social y a fuerza de leyes sociales. Esos autores pretenden suplantar la acción
social por su acción personal especulativa, las condiciones históricas que han
de determinar la emancipación proletaria por condiciones fantásticas que ellos
mismos se forjan, la gradual organización del proletariado como clase por una
organización de la sociedad inventada a su antojo. Para ellos, el curso universal de la historia
que ha de venir se cifra en la propaganda y práctica ejecución de sus planes
sociales.
Es cierto que en esos planes tienen la conciencia de defender
primordialmente los intereses de la clase trabajadora, pero sólo porque la
consideran la clase más sufrida. Es la
única función en que existe para ellos el proletariado.
La forma embrionaria que todavía presenta la lucha de clases y
las condiciones en que se desarrolla la vida de estos autores hace que se
consideren ajenos a esa lucha de clases y como situados en un plano muy
superior. Aspiran a mejorar las
condiciones de vida de todos los individuos de la sociedad, incluso los mejor
acomodados. De aquí que no cesen de
apelar a la sociedad entera sin distinción, cuando no se dirigen con
preferencia a la propia clase gobernante. Abrigan la seguridad de que basta
conocer su sistema para acatarlo como el plan más perfecto para la mejor de las
sociedades posibles.
Por eso, rechazan todo lo que sea acción política, y muy
principalmente la revolucionaria; quieren realizar sus aspiraciones por la vía
pacífica e intentan abrir paso al nuevo evangelio social predicando con el
ejemplo, por medio de pequeños experimentos que, naturalmente, les fallan
siempre.
Estas descripciones fantásticas de la sociedad del mañana
brotan en una época en que el proletariado no ha alcanzado aún la madurez, en
que, por tanto, se forja todavía una serie de ideas fantásticas acerca de su
destino y posición, dejándose llevar por los primeros impulsos, puramente
intuitivos, de transformar radicalmente la sociedad.
Y, sin embargo, en estas obras socialistas y comunistas hay ya
un principio de crítica, puesto que atacan las bases todas de la sociedad
existente. Por eso, han contribuido
notablemente a ilustrar la conciencia de la clase trabajadora. Mas, fuera de esto, sus doctrinas de carácter
positivo acerca de la sociedad futura, las que predican, por ejemplo, que en
ella se borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo o las que proclaman
la abolición de la familia, de la propiedad privada, del trabajo asalariado, el
triunfo de la armonía social, la transformación del Estado en un simple
organismo administrativo de la producción.... giran todas en torno a la
desaparición de la lucha de clases, de esa lucha de clases que empieza a
dibujarse y que ellos apenas si conocen en su primera e informe vaguedad. Por eso, todas sus doctrinas y aspiraciones
tienen un carácter puramente utópico.
La importancia de este socialismo y comunismo crítico-utópico
está en razón inversa al desarrollo histórico de la sociedad. Al paso que la lucha de clases se define y
acentúa, va perdiendo importancia práctica y sentido teórico esa fantástica
posición de superioridad respecto a ella, esa fe fantástica en su
supresión. Por eso, aunque algunos de
los autores de estos sistemas socialistas fueran en muchos respectos verdaderos
revolucionarios, sus discípulos forman hoy día sectas indiscutiblemente
reaccionarias, que tremolan y mantienen impertérritas las viejas ideas de sus
maestros frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado. Son, pues, consecuentes cuando pugnan por
mitigar la lucha de clases y por conciliar lo inconciliable. Y siguen soñando con la fundación de
falansterios, con la colonización interior, con la creación de una pequeña
Icaria, edición en miniatura de la nueva Jerusalén... . Y para levantar todos
esos castillos en el aire, no tienen más remedio que apelar a la filantrópica
generosidad de los corazones y los bolsillos burgueses. Poco a poco van resbalando a la categoría de
los socialistas reaccionarios o conservadores, de los cuales sólo se distinguen
por su sistemática pedantería y por el fanatismo supersticioso con que comulgan
en las milagrerías de su ciencia social.
He ahí por qué se enfrentan rabiosamente con todos los movimientos
políticos a que se entrega el proletariado, lo bastante ciego para no creer en
el nuevo evangelio que ellos le predican.
En Inglaterra, los owenistas se alzan contra los cartistas, y
en Francia, los reformistas tienen enfrente a los discípulos de Fourier.
IV
ACTITUD DE LOS COMUNISTAS ANTE LOS
OTROS PARTIDOS DE LA OPOSICION
Después de lo que dejamos dicho en el capítulo II, fácil es
comprender la relación que guardan los comunistas con los demás partidos
obreros ya existentes, con los cartistas ingleses y con los reformadores
agrarios de Norteamérica.
Los comunistas, aunque luchando siempre por alcanzar los
objetivos inmediatos y defender los intereses cotidianos de la clase obrera,
representan a la par, dentro del movimiento actual, su porvenir. En Francia se alían al partido
democrático-socialista contra la
burguesía conservadora y radical, mas sin renunciar por esto a su derecho de
crítica frente a los tópicos y las ilusiones procedentes de la tradición
revolucionaria.
En Suiza apoyan a los radicales, sin ignorar que este partido
es una mezcla de elementos contradictorios: de demócratas socialistas, a la
manera francesa, y de burgueses radicales.
En Polonia, los comunistas apoyan al partido que sostiene la
revolución agraria, como condición previa para la emancipación nacional del
país, al partido que provocó la insurrección de Cracovia en 1846.
En Alemania, el partido comunista luchará al lado de la
burguesía, mientras ésta actúe revolucionariamente, dando con ella la batalla a
la monarquía absoluta, a la gran propiedad feudal y a la pequeña burguesía.
Pero todo esto sin dejar un solo instante de laborar entre los
obreros, hasta afirmar en ellos con la mayor claridad posible la conciencia del
antagonismo hostil que separa a la burguesía del proletariado, para que,
llegado el momento, los obreros alemanes se encuentren preparados para volverse
contra la burguesía, como otras tantas armas, esas mismas condiciones políticas
y sociales que la burguesía, una vez que triunfe, no tendrá más remedio que
implantar; para que en el instante mismo en que sean derrocadas las clases
reaccionarias comience, automáticamente, la lucha contra la burguesía.
Las miradas de los comunistas convergen con un especial
interés sobre Alemania, pues no desconocen que este país está en vísperas de
una revolución burguesa y que esa sacudida revolucionaria se va a desarrollar
bajo las propicias condiciones de la civilización europea y con un proletariado
mucho más potente que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el
XVIII, razones todas para que la revolución alemana burguesa que se avecina no
sea más que el preludio inmediato de una revolución proletaria.
Resumiendo: los comunistas apoyan en todas partes, como se ve,
cuantos movimientos revolucionarios se planteen contra el régimen social y
político imperante.
En todos estos movimientos se ponen de relieve el régimen de
la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos progresiva que revista,
como la cuestión fundamental que se ventila.
Finalmente, los comunistas laboran por llegar a la unión y la
inteligencia de los partidos democráticos de todos los países.
Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas
e intenciones. Abiertamente declaran que
sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden
social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva
de una revolución comunista. Los
proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar.
¡Proletarios de todos los Países, uníos! .
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